TERRITORIOS DE FRONTERA
Segunda parte
2. LA VIDA EN LA FRONTERA
La vida en la Frontera es sencilla a juzgar por lo visto en esos días, las actividades diarias inician y terminan temprano, las noches son profundamente oscuras y pobladas de los sonidos extraños e inidentificables que inundan la noche del bosque tropical. La culinaria es sencilla y desbalanceada, rica en almidones y escasa en proteína, basada en el plátano y la yuca. El trabajo es intenso más nunca prolongado, es más, abundan los días de ocio. La lluvia es frecuente y la humedad y el calor agobiantes. No existen los afanes de la agenda y los ritmos del diario vivir cambian continuamente a merced del clima: un aguacero inunda los caminos, desborda los ríos y quebradas haciendo intransitables los senderos.
El horizonte del tiempo es monótono, roto únicamente por los ciclos naturales, las celebraciones comunitarias y la esporádica salida al pueblo: se vive inmerso en el bosque, articulado a sus ritmos y vicisitudes.
En los territorios de frontera no se encuentran las escuelas, ni los puestos de salud, ni las estaciones de policía: el Estado representado por estas instituciones es inexistente. En ellos la vida se regula según otras normas, la educación es la que se imparte en las familias dentro del proceso de socialización del niño y los conflictos se dirimen según la tradición del lugar y en muchas ocasiones sencillamente mediante fórmulas tan antiguas como la misma humanidad tales como la Ley del Talión, la Ley del Más Fuerte o simple y llanamente La Venganza.

URADA: Un poblado de Frontera (Carmen del Darien - Chocó)
3. GUERRILLA Y OTROS DEMONIOS
Viajar a los territorios de Frontera inquieta el espíritu acostumbrado a la seguridad de los entornos urbanos ya que son el lugar de monstruos y fantasmas de nuestra Colombia rural: la guerrilla. Mi primer viaje estuvo precedido por el temor amenazante de su presencia escondida en la selva.
Desde el punto de vista del gobierno territorios tan vastos e incomunicados favorecen el establecimiento de formas de control social y gobierno descentralizadas, tal es la tradición por ejemplo entre el pueblo embera, en donde cada parentela es una unidad de gobierno y control social. Esta condición primigenia se vio rasgada por la llegada de los primeros grupos guerrilleros que utilizaron la espesura y aislamiento de estos territorios como bastión seguro. Al principio deambulaban por el lugar moviéndose permanentemente luego de sus escaramuzas en las carreteras o poblados cercanos. Paulatinamente su interferencia en la vida comunitaria fue creciendo entrando a dirimir conflictos y administrar justicia en regiones “sin Dios ni Ley”, en los asuntos complejos del diario vivir tales como el vecino ventajoso o envidioso o el castigo del homicida, a la vez que utilizaban a las familias locales para su manutención o mediante la realización de diligencias en los caseríos. En algunas ocasiones fungieron de gobierno y ley en la región.
Pero aun para ellos la vida en la selva es dura y austera y a medida que el número de sus militantes creció igualmente la demanda de víveres y enseres, algo que la economía de estas selvas difícilmente podía proveer. Esta condición coincidió con otro cambio estructural en la vida de las comunidades, la llegada del extractivismo y la creciente articulación de las comunidades al aprovechamiento forestal maderero y a la minería. Los grupos guerrilleros procedieron a cobrar el gramaje a la explotación forestal y recientemente a la extracción minera cuando no a incentivarlas y protegerlas activamente. Adicionalmente promovieron el establecimiento de la economía de la coca de la cual obtenían grandes dividendos. De esta manera la oleada extractivista y la economía ilegal quedó establecida y el control insurgente sobre estos territorios creció, mientras el Estado mostraba su incapacidad para ejercer el suyo. En la geografía económica del país estos territorios eran terrenos baldíos de la nación: zonas de Frontera!
Así los grupos armados pasaron de influir sobre la vida doméstica y comunitaria al control de las emergentes actividades económicas, distantes del brazo regulador del Estado que desde las grandes urbes observaba atónito e impotente su crecimiento; y ahora que Colombia ha pasado a convertirse en un país minero-energético el arrasamiento de estas tierras y el poder creciente de la ilegalidad se han instalado como dolorosa realidad nacional.
Desde otro punto de vista en mi deambular de comunidad en comunidad nunca enfrenté una amenaza directa proveniente de este tipo de organizaciones. Mi condición de forastero encarnaba un riesgo potencial el cual siempre se redujo por el acompañamiento permanente de las comunidades a mis viajes y comisiones, eran ellos quienes daban una razón a mi presencia, lejana a sus intereses y amenazas. Transité por parajes difíciles, me topé con una que otra cuadrilla y era frecuente su presencia encubierta en las reuniones a las que asistía.
Sin embargo con el paso de los años y en la medida en que el extractivismo aumentaba su escala de operaciones, llegaron nuevas violencias que se sumaron a las ya existentes, los paramilitares o "mochitás" (en lengua embera).
Especialmente crueles se convirtieron en la punta de lanza de las elites locales recuperando el control perdido, con la complicidad del famélico Estado quien ratificó en ellos su fallo en lograr el control legítimo. Fue un completo baño de sangre cuyos primeros sacrificados fueron las familias locales que por una u otra razón prestaron sus servicios a los antiguos dueños del territorio, “colaboradores de la guerrilla” los llamaban en su discurso paranoico. Al final quedaron establecidos nuevos señores, propietarios de haciendas despojadas a los locales y prósperos e inescrupulosos comerciantes del oro, la madera y la cocaína. Una nueva violencia, más cruel y despiadada, para aplacar otra.