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TERRITORIOS DE FRONTERA

Primera parte

Marzo de 2016

 

- Vine aquí porque yo lo pedí.

- Ahhh sí, por qué

- Es que quiero conocer la Frontera

- Quiere conocer la Frontera?

- Si señor… desaparecerá! 

DANZA CON LOBOS

 

Recién egresado de la universidad mi vida laboral me llevó a lugares de Frontera: remotos por su lejanía pero sobre todo por su aislamiento. El asunto no es de la distancia en kilómetros, aunque tiende a ser amplia, de hecho puedes viajar muchos kilómetros sin que por ello lo hagas a las regiones de Frontera.

 

El asunto tiene otro cariz, más íntimo que se percibe como la inmersión en un ambiente cuya extrañeza es total. Se hablan otros idiomas, se percibe otro clima, la naturaleza es salvaje y las gentes distantes y recelosas. Recapitularé sobre algunos episodios de mi vida para intentar extraer de ellos lo que define según mi experiencia a un “Territorio de Frontera”.

1. MI PRIMER VIAJE (1988)

Hice mi primer viaje a un territorio indígena a la edad de 28 años (tardíamente, tal y como fue mi egreso de la Universidad). Fui literalmente lanzado a él con una única instrucción, contacte en Mutatá a un tal Mario Domicó, Gobernador Mayor Embera y anúnciele su misión: recorrer las comunidades del municipio para definir cómo invertir estos dineros. Un asunto casi novelesco!

 

Un viaje de medio día y una noche por una vía angosta, polvorienta o pantanosa según el clima del lugar, solitaria y fantasmal. Horas y horas de curvas sinuosas y peligrosas para atravesar los cañones de La Llorona y El Toyo. La Vía al Mar la llaman ampulosamente en Antioquia para demostrar una vez más que el mundo de los antioqueños termina en las montañas del Valle de Aburra o del suroeste antioqueño ya que sus carreteras son un remedo de vía, o para decirlo de otro modo la trocha nos adentraba en una geografía económica y cultural diferente a la tradicional de Antioquia, en un intento maltrecho de tender su influencia más allá de las conocidas montañas del café y la panela.

 

Iniciamos escalando la cordillera central para descender luego al valle del rio Cauca atravesando una región seca, casi desértica otrora sede del Gobierno Colonial de la Provincia, Santa Fe de Antioquia. Más allá de la antigua capital todo era para mi misterioso, desconocido. En bus, o mejor una carrocería de camión convertida en bus, arremetí estoicamente el laberinto de curvas y obstáculos, riesgos e imprevistos.

Carretera a San Pedro de Urabá (Tomado de Peridodico El Meridiano - www.elmeridiano.co/cordoba-en-el-pipe-20/10192)

Acometíamos los despeñaderos de arenisca suelta bordeando el cañón del rio Tonusco hasta ascender al Boquerón del Toyo en la parte alta del cordillera occidental, desde donde descendimos en curvilíneo trazado, siguiendo el curso del RioSucio, cruzando los municipios de Cañasgordas, Uramita y Dabeiba de clara tradición antioqueña, atravesando un rizado paisaje montañoso que traspasaba toda la cordillera hasta toparnos con el Cañón de la Llorona como último bastión montañoso antes de vislumbrar las llanuras del Urabá.

 

La Llorona es excepcional por su elevada humedad y la espesura de su selva: como una gran barrera natural marca el límite entre la geografía antioqueña y el Urabá. Sus suelos anegadizos, su profunda oscuridad en la noche y en el día su casi permanente lluvia anunciaban cambios profundos de entorno natural y con él nuevos habitantes de ríos y praderas: los indígenas embera, los afro y los chilapos que juntos, amalgamados, formarían el Urabá.

 

Hasta hace muy pocos años La Llorona representó el agujero de gusano, la interfaz entre Antioquia y el Urabá. La carretera de esa entonces, hoy abandonada, fue esculpida sobre roca chorreante de humedad. El bus en la oscuridad de la noche, se detenía al borde del abismo (escuchábase abajo el trepidar del Riosucio) y el ayudante del conductor descendía para colocar diligente una veladora a la imagen tutelar de la Virgen del Carmen que ahumada titilaba fantasmagóricamente a la vez que centelleaban las farolas de otros vehículos accidentados en la vía cuyos sobrevivientes las habían dejado a sus pies como recordatorio de su protección. En mi memoria está impresa la imagen de la virgen en su pedestal ennegrecido por el hollín de las veladoras que sobrecogedoramente rasgaba la profunda y húmeda oscuridad del lugar. Guardo en mi memoria la imagen de la oscuridad de una vía cuyas viviendas a sus costados permanecían a oscuras, iluminadas fugazmente por las farolas del bus; en una que otra se vislumbraba la luz de una vela o de un mechón vacilante.

Virgen del Cañon de la Llorona (Dabeiba, Antioquia (Tomado de Richard Emblin - www.flickr.com/photos/emblin/with/1506984265/

Cañon de la Llorona (Dabeiba, Antioquia. Tomado de : http://www.panoramio.com/photo/20924903

La carretera horadaba la oscura noche para al amanecer arribar a Mutatá justo cuando la selva cedía su paso a los potreros y la llanura, en las estribaciones de la Serranía de Abibe como ramal extremo de la Cordillera Occidental. Nacido como campamento durante la construcción de la vía a principios del siglo XX, el poblado se asentaba en los costados de la carretera con 4 o 5 hiladas de casas. Descendí alucinado del bus en el restaurante La Sorpresa (aun hoy, treinta años después este restaurante existe, incluso en diciembre del año 2013 llevé a mi familia a almorzar en sus mesas y taburetes de madera pesada), en un extremo del poblado, esperé unas horas a que el pueblo despertara para preguntar a cualquier parroquiano por Mario Domicó. Las respuestas me condujeron al tambo comunitario, que hacía las veces de Casa de Gobierno Indígena, ubicado varias cuadras más abajo. Era un sábado, día de reunión del Cabildo Mayor. Hacia las 10:00 am llegó, me recibió con total calidez, me explicó que en la reunión del Cabildo analizarían mi comisión y delegarían a alguien para acompañarme. Estuve todo el día escuchando sin entender sus comentarios y debates sobre asuntos del diario vivir comunitario y Mario, como Gobernador Mayor, aportaba su consejo y orientación a los miembros del cabildo reunidos en un numero entre 20 y 30 personas. Las mujeres permanecían separadas, sentadas en un rincón con los niños y los enseres, los hombres debatían en lengua embera. Al terminar la jornada se me anunció que el indio José, al cual nunca volví a ver, de la comunidad de Mutatacito sería mi guía y compañero de viaje durante la semana que tardaría mi recorrido a pie por las seis comunidades del municipio: Surrambay, Surrambaicito, Aguas Claras, Cañaduzales, Mutatacito y Bedó.

 

Durante una semana baje y subí montañas cubiertas de bosque, atravesé ríos y quebradas con mi menaje a cuestas cuya desproporción me hizo merecedor al apodo de siete costales, mote que hasta estos días incluso los embera recuerdan jocosamente. Era tanto el desconocimiento de las condiciones del viaje, que mi madre me empacó todo tipo de implementos de viajero: colchoneta, abrigo, toldillo, zapatos… en fin, todo en su conjunto aparecía como un “siete costales”.

Allí tuvo lugar mi primera dormida en tambo, mi primera cena de solo plátano cocinado y sal, mi primera reunión comunitaria, mi primera visita a una chacra y mi primera sensación de aislamiento, lejos de Medellín, sin comunicación alguna. En un majestuoso tambo encaramado en lo alto de la montaña comí mi primer sancocho de mico y recibí la impresión de la cabeza del animal que, casi como de bebe, sobrenadaba en la sopa.

 

En la reunión del cabildo se había acordado un itinerario para mi recorrido por lo que en cada lugar sabían estimar mi hora y día de llegada. Los comuneros arribaban con total despreocupación de la hora exacta de la citación, viniendo desde sus viviendas dispersas ubicadas más o menos alejadas del sitio convenido. El objetivo de la reunión era sencillo, definir el plan de inversiones de un apoyo para el fomento de los cultivos de pancojer que forman parte de la vida productiva de los embera. El expediente era parecido en todos los sitios: herramientas, colinos (semillas) de plátano, lechones o gallinas entre otros insumos y el conjunto de víveres para la realización de un convite (una jornada de trabajo en la parcela seguida por una fiesta común de toda la noche, abundante en licor y borrachera); una tradición que permitía al citador convocar la mano de obra de las otras familias de la comunidad para la realización de una tarea que superaba la limitada disponibilidad de brazos.

Estos territorios eran relativamente despoblados, encontrándose tachonados de tambos unidos por una intrincada red de caminos en medio de la selva, muchos de ellos invisibles en la floresta para mis ojos no avezados en el umbrío verde. Estos caminos son todos iguales, una angosta vía de pantano pegajoso, de topografía irregular que de escalón en escalón, barranco a barranco atravesaban cañadas y colinas. Siempre atento dónde poner el pie para no quedar sumergido hasta la rodilla, o incluso la cintura, en los frecuentes pozuelos que el paso de las bestias y el mal drenaje de los suelos creaban llenos de una sopa de espeso marrón, mezcla de barro arcilloso, ramas y hojas. Así caminábamos lentamente de paraje en paraje hasta el siguiente claro que nos indicaba el arribo a una nueva vivienda.

La vivienda embera (tambo) es muy diferente a la tradicional casa campesina. La zona perimetral es un rastrojo con muy escasas zonas engramadas. Los cerdos y gallinas deambulan husmeando aquí y allá y tienen por corral el primer piso del tambo lo que contribuye a dar al lugar el mismo aire de humedad y barro de la selva circundante. Se sube al segundo nivel por un tronco de madera rolliza al cual se le han labrado muescas a modo de escalones. En él, sobre un piso esterillado de tallos de palma, tiene lugar toda la vida familiar del embera, sin barandas de protección ni divisiones internas.

En ocasiones la cocina se deslinda del resto del lugar mediante un corto escalón. A juzgar por la estructura general de la vivienda los embera tienen muy poco sentido de lo privado y es muy raro encontrarse un taburete o una silla por lo que para sentarse es necesario improvisar en un tronco o hacerlo directamente en el suelo.

 

Era muy poco frecuente encontrarnos con alguien por estos senderos, salvo cuando se trataba de caminos principales, más anchos y abiertos. Sin embargo los embera no eran los únicos caminantes de estos bosques, algunos colonos, madereros y recientemente mineros han venido a poblar estos territorios, a la vez que la gente del monte, “meambema” (en lengua embera) o guerrilleros.

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